(Apocalipsis
15-16)
A diferencia del capítulo anterior, en el que Juan parecía ver
las cosas desde la tierra, aquí nos hallamos
de nuevo en el ámbito
celestial. Hay un signo que el vidente llama “grande
y admirable”. Se trata de siete ángeles con las últimas plagas, que consumarán el juicio punitivo de Dios.
Pero
de nuevo, antes de referirse a tal acontecimiento, Juan nos alienta con
una magnífica visión de los
redimidos. Ante el mar de vidrio (Cf. 4:6) ahora mezclado con el fuego
de la ira divina, ve a los vencedores con arpas. Entonan lo que llama a la
vez “el cántico de Moisés” y “el cántico del Cordero”. Es una
alabanza a Dios y un anuncio de que todas las naciones lo adorarán. Como
Moisés cantó la liberación de los israelitas de la opresión en Egipto
(Exodo 15 y Deuteronomio 32), estos santos cantan el
nuevo Éxodo en el cual el guía ha sido el Cordero, Jesucristo. A la
vez, esta visión prepara el camino para las plagas
que han de seguir, que guardan semejanzas con las sufridas por los tercos
opresores egipcios.
Tras la alabanza de los santos victoriosos,
continúa el desarrollo del juicio divino. Los siete ángeles encargados
de esta tarea salen del santuario celestial, vestidos
como sacerdotes, y reciben las copas “llenas
de la ira de Dios” de uno de los seres vivientes que están ante el
Trono. En este momento, el templo celestial se llena de humo, lo cual
indica a la vez el poder de Dios manifestado y el
fin de la posibilidad de oraciones intercesoras, ya que el humo impide
que nadie entre al templo hasta que las copas sean derramadas.
A una señal proveniente directamente desde el templo, las copas se
derraman, y las consecuencias ya no son desastres parciales sino generalizados.
La primera copa causa úlceras
dolorosas a todos los que llevan la marca de la bestia. Nos recuerda al
sufrimiento de Job (2:7-10), con la crucial diferencia de que éste se
aferró más a Dios, mientras que quienes ahora son así afligidos intensifican
sus blasfemias.
Las copas segunda y tercera tienen efectos
similares a la primera y segunda trompeta, ya que afectan respectivamente
al mar y a las aguas dulces; sólo que ahora las aguas son totalmente
corrompidas. A esto se le agrega que, en lugar de simplemente envenenarse,
las aguas potables se tornan sangre. Un ángel declara que esta acción es
manifestación de la justicia
retributiva de Dios hacia aquellos que rechazan obstinadamente Su
gracia. ¡Quienes han rehusado lavarse en la sangre del Cordero y en
cambio se empeñaron en derramar la sangre de sus seguidores, no tienen
ahora otra cosa para beber excepto sangre!
Como la cuarta trompeta, la correspondiente copa afecta también al
sol, pero esta vez el resultado es incrementar la intensidad de su calor
hasta hacerla intolerable. Con la quinta copa, se lanza el juicio divino sobre el
representante terreno del dragón, la bestia. De nuevo hay una paradoja:
el suyo era un reino de tinieblas espirituales, y ahora
es castigado con tinieblas físicas. En consistencia con su condición
de seguidores de la bestia y portadores de su marca, aún en medio de su
sufrimiento los “habitantes de la tierra” en lugar de arrepentirse
blasfeman con más denuedo que antes.
Al igual que la trompeta sexta, la copa correspondiente desata una
invasión, pero ahora de las huestes
satánicas. El secarse del Éufrates, que era una barrera natural al
oriente del imperio romano, deja el camino expedito para una temida invasión.
Mientras que en Egipto, en tiempo de Moisés, hubo una plaga de ranas,
ahora Juan ve espíritus inmundos
en forma de ranas que salen de las bocas del dragón y las bestias, y
se dirigen a convocar a todas las fuerzas opositoras a Dios en un
desesperado intento de presentarle batalla.
Tras
una advertencia, con seguridad de Cristo mismo, que añade una bienaventuranza
a quien está preparado, el lugar del combate final es identificado
como Armagedón, nombre que no aparece sino aquí y ha dado lugar a
diversas interpretaciones; es posible una alusión a Megido, lugar de
Palestina donde ocurrieron batallas significativas.
Con el derramamiento de la séptima copa, se oye la voz de Dios que
dice “¡Está hecho!”.
Siguen señales de la acción punitiva divina en forma de relámpagos,
truenos y voces, y en la tierra el más grande terremoto jamás ocurrido
seguido por una aniquiladora avalancha de granizo gigante. Notablemente, y
como era de esperarse, los “habitantes
de la tierra” se
obstinan en su blasfemia hasta el fin; ya no hay posibilidad de
arrepentimiento, sino una “horrenda expectativa de juicio” al decir
del autor de Hebreos.