EL JUICIO DE BABILONIA, LAS BODAS DEL CORDERO Y LA PARUSIA.

(Apocalipsis 17-19)

            Mientras los hombres aún están blasfemando, uno de los ángeles lleva a Juan “en el Espíritu” al desierto, para mostrarle el destino de la contrapartida satánica de la Nueva Jerusalén. Así como hay una “trinidad” satánica y una marca de la bestia que parodian las realidades divinas, hay una ciudad impía que es la versión diabólica de la Nueva Jerusalén. Esta es una novia pura y virginal, mientras que aquélla es una seductora prostituta.

            La mujer está ataviada con ostentoso lujo. Cuatro cosas señalan su verdadera naturaleza. Primero, la mujer cabalga sobre la bestia que subió del mar. Segundo, tiene una copa desbordante de inmundicia. Tercero, lleva en su frente su verdadero nombre: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Finalmente, está “ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús”.

            La “mujer” simboliza una ciudad, aliada y representante de la bestia y por extensión del dragón, amo de ambos. La alusión a los “siete montes” la identifica como Roma. La mujer se sienta sobre “pueblos, muchedumbres, naciones y lenguas”, descripción suscinta de los vasallos del imperio, que “reina sobre los reyes de la tierra”.

La autoridad de la gran Babilonia se relaciona con el poder imperial (y por extensión con cualquier régimen similar que lo reemplace) y se basa en éste; los siete reyes son una alusión a los emperadores. La identificación específica es discutible, como lo es la de los otros diez reyes mencionados, cuyo reinado será breve (“una hora”). En todo caso, estos reyes son aliados de la bestia y enemigos del Cordero, destinados a ser derrotados por éste.

Pero antes de que tal cosa suceda, la bestia y los reyes habrán de destruir a Babilonia. En esto se muestran dos cosas. Primero, la naturaleza autodestructora del mal, que no sólo es incapaz de construir nada bueno, sino que en definitiva causa su propia perdición. Y segundo, que a pesar de su rebeldía y blasfemia, estas fuerzas del mal servirán a los planes de Dios, quien “ha puesto en sus corazones el ejecutar lo que Él quiso”.

Todo el Cap. 18 es dedicado a anunciar y describir la completa destrucción de Babilonia la grande. Al estilo de los profetas del Antiguo Testamento, como Isaías y Jeremías, un gran ángel entona un lamento fúnebre sobre la ciudad condenada. Por segura que se sienta en sus riquezas y fuerzas, el juicio divino será inexorable. Por ello se convoca a los creyentes que hay en ella a salir de allí antes de la catástrofe. La razón última del juicio es la impiedad de la ciudad, responsabilizada de todo el derramamiento de sangre de los justos; es como si la ciudad representase toda la maldad causada por una sociedad lujuriosa, corrupta y profundamente injusta, desde el principio del mundo.

El espectáculo del derrumbe de Babilonia impresiona profundamente a todos los “habitantes de la tierra”: reyes, comerciantes y marinos mercantes se lamentan, no tanto por la ciudad en sí, sino más bien por el perjuicio personal que les representa, ya que su infame tráfico se ve arruinado por la desaparición de su principal socia y clienta.

En intenso contraste con la amargura de sus socios, en el cielo sólo hay júbilo ante la ejecución del juicio de Babilonia, que es una expresión clara de la justicia de Dios en acción. La corte celestial prorrumpe en alabanzas a Dios por esta causa. El juicio ejecutado demuestra que es Dios, y no el dragón, quien reina.

A esta causa de júbilo se le une otra, estrechamente relacionada: Mientras que la gran ramera es destruida, la santa novia de Jesucristo se prepara para su matrimonio, vestida de la blanca pureza de las acciones de los creyentes. Un ángel pronuncia la cuarta bienaventuranza del libro, para los que son invitados a la cena de bodas del Cordero. Notablemente, la cena en sí no es descrita en estos cánticos preparatorios.

Sin embargo, el anuncio mismo de las bodas del Cordero causa en Juan tal impresión, que cae a los pies del ángel que le habla, dispuesto a adorarlo. El ángel impide tal acción espontánea, ya que, le dice a Juan, él es sólo otro siervo de Dios; es a éste y no a sus servidores a quien hay que adorar. La declaración angelical “el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” subraya la naturaleza cristocéntrica de la profecía bíblica.

Ahora Juan tiene una visión de Jesucristo, llamado “el fiel y verdadero”. Monta un caballo blanco, lleva escrito su nombre –indicativo de su realeza- “Rey de reyes y Señor de señores”. A diferencia de las bestias y los reyes de la tierra, y como Dios Padre, juzga con justicia. Su mirada es penetrante, su ropa está tinta en la sangre de su propio sacrificio, y, aunque lo acompaña una hueste celestial –tal vez los ángeles, tal vez los santos- no necesita para ejecutar el juicio otra arma que la poderosa Palabra de Dios, la “espada” de su boca.

La mortandad causada por este juicio divino, cuya ocasión es sin duda la Parusía o segunda venida visible del Señor, es descrita mediante una convocatoria a las aves de rapiña a devorar los restos de la matanza. Aquí se retoma la  batalla final ya anunciada en el capítulo 16, liderada por la bestia y el falso profeta. Pero ni todos los ejércitos de la tierra juntos son rivales para Cristo y su Palabra. La derrota de los poderes malignos es completa, como lo indica el hecho de la completa mortandad y el consecuente “banquete” de las aves rapaces, llamadas a saciarse con las “carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes”.

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