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(Apocalipsis
12-14)
Juan
nos ha llevado una vez más al borde de la consumación, sólo para
detenerse y volver al principio. Ahora ve dos “grandes señales”. La
primera es una mujer con atributos celestiales y regios. Pero a pesar de
la imponencia de su atuendo, está sufriendo y por parir. Es a
la vez la comunidad mesiánica, el resto santo del Israel étnico, del
cual vendría el Mesías, y –como luego se ve- la comunidad de salvación
del Nuevo Pacto, la heredera de
las promesas eternas y mejores, la Jerusalén que viene de lo alto (Cf. Gálatas
4).
La
segunda es un gran dragón escarlata, que arrastra con su cola un tercio
de las estrellas (¿ángeles?) del cielo. Es Satanás,
que acecha a la mujer y quiere destruir a su hijo. Sin embargo, su intento
es burlado por la intervención divina, ya que el hijo varón –seguramente
Cristo- es llevado al cielo. Aquí la victoria de Cristo sobre Satanás,
desde su nacimiento hasta su resurrección gloriosa,
es comprimida en una sola
frase.
La
derrota del dragón tiene otra consecuencia, a saber, su expulsión del cielo y su descalificación como “acusador”, lo
cual desata un cántico que es a la vez doxología, acción de gracias y
advertencia a los “habitantes de la tierra”.
Enfurecido porque sabe que lo acontecido es el preludio de su
destrucción final, el dragón intenta vanamente atacar a la propia mujer,
que es protegida divinamente,
como antaño Israel fue guardada del faraón. Frustrado, el dragón se
ensaña con la descendencia de la mujer, los creyentes individuales,
mediante una estrategia de dominio
mundial basado en el engaño y la coherción, que se explica en los
siguientes capítulos.
Ahora
Juan, parado a la orilla del mar, ve subir de éste a una bestia que
combina características de las cuatro bestias vistas siglos antes por
Daniel. Tiene atributos reales y
recibe autoridad del dragón. La bestia que sube del mar es una parodia del Cordero, a quien pretende suplantar; hasta recibe una
herida mortal y “resucita”. Los “habitantes
de la tierra” admiran y adoran a la bestia, a la cual le es permitido guerrear contra los santos y vencerlos, humanamente
hablando; veremos que esta victoria es en realidad tan ficticia como la que Satanás creyó haber ganado con la muerte de
Jesús. Por eso Juan exhorta
a la perseverancia y la fe, aun frente a la persecución. El tiempo
del reinado de la bestia, 42 meses, coincide con el de la protección del
templo, el ministerio de los dos testigos (Cap. 11), y el tiempo durante
el cual la Mujer santa es guardada en el desierto. En el contexto histórico,
la primera bestia debe ser identificada con el poder romano y el culto al
emperador.
Juan
ve una segunda bestia subir “de la
tierra”. Es luego identificada como falso profeta: tiene apariencia
de cordero pero habla como el dragón,
y su función es hacer que los “habitantes de la tierra” adoren a la
primera bestia, y naturalmente al amo de ambas, Satanás. En tiempo de
Juan, la bestia de la tierra representaba probablemente a los gobernantes
vasallos de Roma, obsecuentes y ansiosos por propulsar el culto imperial.
Así
queda conformada una blasfema “trinidad
diabólica”: el dragón quiere ocupar el lugar del Padre, la bestia
del mar hace de falso mesías y la de la tierra parodia el ministerio del
Espíritu Santo. Para añadir a la parodia, hay una “marca
de la bestia” que cumple en los seguidores de ésta la misma función
que el sello de Dios en los creyentes. La identificación del “número de la bestia” es discutida, pero lo más probable es que
sea el equivalente numérico de “Nerón César”, como arquetipo de
poder anticristiano. Cabe notar que el dragón y sus aliados,
representados en el siglo I por el imperio romano, continúan
sus actividades en cualquier orden secular opuesto a Dios.
Como
luego de los primeros sellos hay un
interludio donde el verdadero destino de los cristianos se manifiesta
como victorioso ante Dios, en contraste con su aparente condena y derrota
por el poder demoníaco, ahora ocurre otro tanto. En un interludio previo
a la “siega de la tierra”, los 144000 (los mismos sellados en el Cap.
7) son vistos con el Cordero en el monte Sión, sede terrenal del gobierno
divino. Al mismo tiempo en el cielo se entona un “cántico nuevo”, al
cual los 144000 se unen. Estos seguidores fieles del cordero son descritos
como redimidos, sinceros,
impecables y obedientes. Si es correcto identificarlos con la iglesia
militante, la alusión a su “falta de contaminación con mujeres”
puede entenderse no como debida a una actitud ascética, sino como una metáfora
relacionada con la guerra santa.
Tras
asegurarnos que los doce regimientos de las huestes de Dios están seguros
con su Líder, Juan prosigue con el desarrollo del juicio divino. Tres ángeles
proclaman anuncios divinos a los “habitantes
de la tierra”. El mensaje del primero es llamado nada menos que “el
evangelio eterno”. Paradójicamente, su anuncio es que ha llegado el
momento del juicio de Dios, lo cual a primera vista no es un evangelio (buena
noticia) para los incrédulos. Sin embargo, la buena noticia estriba en
que todavía es posible temer a
Dios, darle gloria y adorarle. Aún frente a la inminencia de la
consumación, y con más urgencia que nunca, los hombres son llamados a la
salvación. El segundo ángel proclama la
caída de Babilonia, la ciudad que encarna la corrupción de la
sociedad enemiga de Dios; esta caída aquí anticipada se tratará luego
con gran detalle. El tercer ángel anuncia el
juicio definitivo de Dios sobre aquellos que en lugar de seguir al
Cordero han decidido seguir a la bestia.
A
continuación Juan afirma que estos anuncios son los que ponen a prueba,
la perseverancia de los
creyentes. Como un eco celestial, una voz afirma la bienaventuranza de los
santos –antes definidos como quienes perseveran, obedecen y creen en
Cristo- que habrán de reposar guardados por el Señor.
Ya
no hay demora. A los anuncios anteriores le sigue el desenlace, la “cosecha
de la tierra”. Se presenta sucesivamente como una siega de grano y
una vendimia. Quien lleva a cabo la primera es inequívocamente Jesucristo
mismo (uno como Hijo de hombre que lleva corona y viene sobre una nube)
y posiblemente se trate del rapto de los cristianos (Cf. Mateo 13:24-30).
Un ángel salido de la presencia misma del Padre le indica el momento
oportuno.
La
vendimia, por el contrario, es realizada por un ángel salido del altar, y
su resultado es la reunión de las uvas en “el
gran lagar de la ira de Dios”, situado fuera de la ciudad que, como
expresión de la severidad y magnitud del juicio, se rebalsa e inunda la
tierra.
Así,
pues, una vez más esta sección del libro nos lleva hasta
el punto de la consumación del juicio de Dios. Sin embargo, antes de
que podamos saber qué ha de ocurrir tras el juicio, retrocedemos una vez más a una etapa más precoz del plan divino.
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