LA JERUSALÉN CELESTE, UN ESPACIO SIN TIEMPO.

CIUDADANOS EN LA JERUSALÉN CELESTIAL

(Apocalipsis 21-22)

           

"Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva.

Habían desaparecido el primer cielo y

la primera tierra y el mar ya no existía.

Vi también bajar del cielo, de junto a Dios,

a la ciudad santa, la nueva Jerusalén,

ataviada como una novia que se adorna para su esposo.

Y oí una voz ...Esta es la morada de Dios entre los hombres.

Habitará con ellos; ellos serán su pueblo

y Dios mismo estará con ellos.

Enjugará las lágrimas de sus ojos

y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor,

porque todo lo viejo se ha desvanecido..." (Apoc 21,1-4).

"Dichoso el que preste atención a las palabras proféticas de este libro (22,7). Participará en la fiesta final y estará sentado en el banquete de las bodas del Cordero (19,9). Para que este futuro no se retrase y venga inmediatamente, "el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!"(22,17) y Él responde: Estoy a punto de llegar (22,20)

La ciudad de Jerusalén llega a cobrar relevancia en los estudios bíblicos y en las investigaciones académicas con carácter laico, porque para el cristianismo y aún dentro del universo cultural judío, Jerusalén representa un espacio sagrado, es el lugar de los elegidos, la ciudad santa por excelencia, fundada por el rey David en el monte Sión. Jerusalén va a ser la ciudad modelo del orden y la armonía, es decir, el ideal de ciudad al que aspira el ser humano.

Cuando un árabe dice dirigirse a Al-Quds, un judío a Yerusaláim o un cristiano a la Ciudad Santa, están refiriéndose todos ellos a Jerusalén. Isaías la llamó Ariel, que puede ser "hogar de Dios", "ara de Dios", 'fuego del altar de Dios". Es, pues, una ciudad con una referencia especial a Dios, objetivo de los hombres y mujeres de fe.

El camino de la vida, de cada persona, de los pueblos y de la misma historia, puede ser descrito como una peregrinación desde Babilonia, lugar del destierro, hasta Jerusalén, la ciudad santa donde mora Dios.

Los profetas utilizan esta imagen donde Dios mismo guía al pueblo en un nuevo éxodo solemne y procesional desde Babilonia hasta Sión. Recordemos a Isaías que anuncia: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la buena nueva, pregona la victoria! Que dice a Sión: "Tu Dios es rey". Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios" (Is 52,7-10). En el sentir del profeta, la gloria de Sión superará todas las experiencias anteriores y asumirá rasgos que permiten comparar a la ciudad con el paraíso perdido (Is 51,3).

En los siglos inmediatamente anteriores y posteriores a la época de Jesús, las visiones sobre la ciudad de Jerusalén era uno de los argumentos preferidos por el pensamiento apocalíptico. Junto a la idea de que la ciudad terrenal de Jerusalén sería escenario de la victoria definitiva de Yahvé, fue creciendo en la literatura apocalíptica la fe en una Jerusalén celeste preexistente desde los comienzos, que había de descender sobre la tierra al final de los tiempos. Según otra manera de pensar, Jerusalén permanece en el cielo como lugar en el que algún día habitarán los justos. La nueva Sión/Jerusalén será de una belleza inimaginable, estará habitada por una multitud innumerable que Dios mismo regirá, el punto central de esa ciudad gigantesca lo ocupará el templo, al que se traerán ofrendas de todas las partes del mundo. Éste es también el contexto del que se nutren Jesús y la Iglesia primitiva, que elaboran su propia visión teológica de Jerusalén.

Ya nos hemos acercado a ella por Jesucristo

Hay una transposición cristiana de Jerusalén, fundamentada en la doctrina de los profetas: ella es símbolo de la ciudad celestial, del futuro definitivo y último que nos ha conquistado Cristo y que ya prefigura la Iglesia terrena. Para Pablo lo importante es la Jerusalén de arriba, la ciudad libre de la Ley; esa es nuestra madre, la que nos ha otorgado la existencia de creyentes (Gál 4,26). Y se nos asegura que esa Jerusalén celestial es la ciudad a la que ya nos hemos acercado por Jesucristo: "Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Hebr 12,22-23).

El Apocalipsis, retomando muchos elementos del profeta Ezequiel, describe la Nueva Jerusalén como una realidad celeste, que al final de los tiempos bajará de los cielos y acogerá como ciudadanos y ciudadanas suyos a los discípulos y discípulas de Cristo, señalados como vencedores y vencedoras en el combate contra el mal durante la peregrinación por la vida terrena. Una ciudad que ya no tiene templo, pues "su templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero" (Ap 21,22).

En el mundo cristiano, dominado por ideas bipolares, por dualidades excluyentes, por la oposición dual de los contrarios, en donde la creación conlleva la destrucción, era irremediable bajo estos preceptos el aniquilamiento de la ciudad. Durante mucho tiempo se consideró que Jerusalén estaba en el centro del mundo, sobre todo porque ahí se encontraba el templo de Salomón. La fuerza del símbolo de esta Jerusalén terrena, espacio sagrado y protector, traspasó el ámbito de la realidad física cuando en el año 70 de nuestra era, el santuario fue destruido y la ciudad devastada. El cristianismo convirtió entonces al templo en una metáfora de Cristo y a Jerusalén en una ciudad celeste, el lugar de destino de los elegidos al final de los tiempos".

Un horizonte al que dirigir la mirada

De los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis puede decirse con razón que son de las páginas más bellas de la Biblia. Juan alcanza cumbres sin igual, y nos brinda una visión sumamente poderosa y rica de la llegada de un mundo nuevo. La Palabra de Dios nos asegura que el mundo de la Bestia está abocado al fracaso y a la ruina. Exceptuando algunos versículos (cinco en total) con unas advertencias proféticas de aspecto un tanto severo, estos dos capítulos nos presentan una especie de inmensa vidriera de una catedral, cuyos motivos y colores abren al infinito, y que está iluminada incesantemente por un sol deslumbrador. Estos capítulos finales de la Biblia dirigen nuestra mirada al más allá del fin, al mundo radicalmente nuevo que Dios modela para la humanidad cuyo acontecimiento central es la resurrección de Cristo.

Cielo nuevo, tierra nueva, Jerusalén nueva, universo nuevo.

Cielo nuevo, tierra nueva, Jerusalén nueva, universo nuevo. No se trata de un arreglo superficial, ni de un retorno cíclico de las cosas, sino de una novedad profunda y radical. En griego existen dos adjetivos para hablar de lo que es nuevo: neos y kainós. El primero hace referencia a la novedad cronológica: lo más reciente, lo que acaba de aparecer en el tiempo. No es éste el término que Juan ha escogido: utiliza exclusivamente kainós para poner de relieve la dimensión cualitatitva de la novedad: lo que es de un orden diferente, lo que es radicalmente nuevo. Juan nos remite, más allá de la historia presente, a un mundo radicalmente distinto del que conocemos, ya que se verá liberado de toda forma de sufrimiento, de muerte y de maldición para quedar solo lleno de gozo, vida y bendición para siempre.

Roma no tiene futuro

La contraposición entre Babilonia (=Roma), la ciudad arrogante y opresiva, cuyas actividades se describen en el capítulo 13 y más detalladamente en los capítulos 17 y 18, y la nueva Jerusalén contribuyen a destacar las características de la nueva ciudad donde Dios habita, la ciudad santa (21,2.10), esa ciudad en donde se levantará el trono de Dios y del Cordero (22,3). Algunas contraposiciones que Juan señala son:

* Babilonia está llena de abominaciones y del sucio fruto de la prostitución (17,4). La nueva Jerusalén es una novia (virgen) ataviada para su esposo (21,2), resplandeciente como una piedra de jaspe cristalino (21,11).

* Babilonia se ha convertido en mansión de demonios, en guarida de espíritus inmundos y de toda clase de aves inmundas y detestables (18,2). En la nueva Jerusalén habita el mismo Dios que ha montado su tienda con la humanidad (21,3) y nada manchado entrará en ella, nadie que practique la maldad y la mentira (21,27).

* La prostituta será traicionada, la despojarán y la dejarán desnuda, será arrasada no quedará nada de ella (17,15-16). Por el contrario, a la nueva Jerusalén afluirán el poderío y la riqueza de las naciones y los reyes de la tierra vendrán a rendirle vasallaje (21, 24.26).

* Babilonia está destinada a la destrucción (18,8), mientras que en la nueva ciudad, los siervos de Dios "reinarán por los siglos de los siglos" (22,5).

La medida y el material de la nueva Jerusalén

"El que hablaba conmigo tenía una caña de medir, de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios, la longitud, la altura y la anchura de ella son iguales. Y midió su muro,ciento cuarenta y cuatro codos, de medida de hombre, la cual es de ángel" (Apoc 21,15-17)

La descripción cargada de detalles, podría inducir a alguno a buscar una significación precisa de cada elemento, pero hay que analizar el carácter simbólico del texto en conjunto. Su extensión es inmensa, para poder acoger a los ciudadanos llegados de todas partes. Tiene una estructura perfecta. Sus dimensiones bien proporcionadas y sus medidas inmutables son imagen del pueblo de Dios reunido. La ciudad se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura. Está diciendo que la nueva Jerusalén es la ciudad de la igualdad, sin injusticias y desigualdades.

Desde el versículo 18 hasta el 21 habla del material con la cual será edificada la Nueva Jerusalén:

"El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio; y los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento era jaspe, el segunto, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto esmeralda; el quinto, ónice; el sexto carnalina; el séptimo, cristólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista. Las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas eran una perla. Y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio" (Apoc 21,18-21)

Sorprende la LUMINOSIDAD de la ciudad, la perenne claridad que se vislumbra, signo de la presencia de Dios que aleja toda oscuridad. Es evidente de que el oro, el vidrio limpio y las piedras preciosas es lo más valioso que Juan pudo elegir para dar a entender la nobleza, dignidad, esplendor y magnificiencia de la Nueva Jerusalén. Además, nombra y coloca doce piedras preciosas de manera que guardan ARMONÍA.

Continuando una tradición iniciada en el Antiguo Testamento la ciudad santa era llamada con una imagen femenina, "la hija de Sión", así en el Apocalipsis de Juan la Jerusalén celeste es representada "como esposa adornada para su esposo" (Apocalipsis 21, 2). El símbolo femenino delinea el rostro de la Iglesia en sus diferentes rasgos de novia, esposa, madre, subrayando así una dimensión de AMOR y de FECUNDIDAD.

¿Quiénes son los habitantes de la Ciudad santa?.

Los habitantes de esta ciudad son la comunidad de los salvados, hermanos y hermanas llenos del Espíritu, unidos por el amor. En ella son acogidos todos los pueblos y naciones, tal como habían anunciado las profecías antiguas refiriéndose a la extensión universal del reino mesiánico. Los reyes de la tierra, los que ya poseen el reino en la tierra, que desde la óptica de Dios son los pobres (Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos) caminan hacia la Jerusalén celestial y le hacen ofrenda de sus riquezas (el óbolo de la viuda) y de su esplendor (el pobre Lázaro cubierto de llagas).

En esta ciudad Dios mismo estará con ellos. Más aún, Dios eliminará definitivamente todo lo que hacía a la humanidad vulnerable y tan expuesta al sufrimiento: "Enjugará las lágrimas de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido" (21,4). Es un mundo de COMUNIÓN y de FELICIDAD INFINITA para la humanidad.

Se habla también de personas y de relaciones: "yo seré su Dios, y él será mi hijo" (21,7). Sea cual fuere el nombre que se le dé: cielo, paraíso, reino... el misterio esencial del más allá es que es una relación armoniosa y una comunión profunda entre Dios y la humanidad.

Para recordarnos en qué consiste la comunión, la común-unión de vida (koinonia), según el NT, basta acercarnos a la descripción de los elementos fundamentales de la vida de la comunidad en la Jerusalén terrena que nos hace Lucas en Hechos:

a) La raíz de la comunión está en la fe (experiencia de una visión de Dios, de la Vida) que se comparte; Lucas subraya en ambos sumarios que se trata de "los creyentes" (Hech 2,44; 4,32).

b) La comunión implica una unidad espiritual: "la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Se subraya la unanimidad de la primitiva comunidad.

c) La comunión tiene una repercusión material; se comparten los bienes y se pone todo en común. La fraternidad y la comunión no son algo meramente intencional e inverificable, sino que deben tener traducciones históricas y eficaces.

El cuadro que presenta Lucas en los Hechos responde al ideal griego de la amistad, según la conocida máxima de que "entre amigos todo es común". Pero también quiere decirnos que en la primitiva comunidad se realiza la promesa del deuteronomio: en el pueblo elegido no habrá pobres porque se establecerá la fraternidad perfecta (Deut 15,4). Presentándose como la realización de estas promesas, la comunidad primitiva se está declarando el Israel escatológico, el pueblo de Dios de los últimos tiempos.

El sueño del futuro que alimenta el Apocalipsis: visión de Dios, unidad espiritual y bienes compartidos, no es ilusión, pues se está gestando ya en lo escondido de la historia y Juan lo adivina a partir de lo que ya Dios mismo está realizando en las comunidades. Imagina el futuro a partir de la semilla y de la muestra. Saca una diapositiva de los momentos más hermosos, vividos con Dios en el pasado (Juan estuvo en los inicios de la comunidad de la Jerusalén terrena) y proyecta todo en la pantalla del futuro.

Al fin Dios es todo en todos

El cielo bajó a la tierra, transformada para siempre en morada de Dios, por eso la mejor imagen de la que ya podemos disfrutar de la nueva Jerusalén es María de Nazaret, la mujer que dio a luz a Dios, la theotókos. En Ella Dios hizo la gran obra que ahora aguardamos se realice en cada ser humano y en toda la humanidad.

Dios es la fuente de la vida (Apoc 21,6;22,1), el principio y el fin de todo (Apoc 21,6). Dios Padre, con corazón de Madre, abrazará y se fundirá con cada uno de modo que ya no se necesitará la luz de fuera para ver. En el futuro que Dios ofrece ya no habrá necesidad de sol, ni de luna, ni de lámpara (21,23; 22,5). Como la luz del sol que ilumina todo, así será la presencia amiga de Dios, pero desde dentro de cada uno y a la vez en todos. Su gloria iluminará a su pueblo (21,23) y brillará sobre él (22,5). Y todos, para siempre, contemplaremos su rostro (22,4). Todo será luz.

Ante el futuro que el amor de Dios ha preparado, tenemos que vivir impregnados de la promesa: "Dichoso el que preste atención a las palabras proféticas de este libro (22,7). Participará en la fiesta final y estará sentado en el banquete de las bodas del Cordero (19,9). Para que este futuro no se retrase y venga inmediatamente, "el Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!"(22,17) y Él responde: Estoy a punto de llegar (22,20).

Mirar y contemplar el futuro, nuestra próxima y definitiva ciudadanía en la Jerusalén celestial, hace crecer la esperanza e intensifica el amor.


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